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El secreto de Madame Bovary
Por María Eugenia Eyras
Hace unos días me sorprendí recomendándosela fervorosamente a una amiga que reside en París. “No es una novedad”, le decía yo, “pero...” ¿Una novedad? Caramba, Madame Bovary , ciento cincuenta años después de su publicación, es un verdadero clásico.
La leí, por primera vez, a escondidas, a los doce años. La leí por última, en francés, la semana pasada. ¿Cuántas relecturas en el intermedio? Infinitas –calculo- y desde todos los ángulos, desde aquel completamente sensiblero de la jovencita que alguna vez fui hasta el más despiadado que puede concebirse: el de escritora. Sólo un escritor sabe lo que se siente cuando debe viviseccionar la obra de otro, descuartizarla, examinarla hasta en el más ínfimo detalle. Esto supone, por supuesto, destrozar la arquitectura pacientemente montada de la estructura vertebral, desnudar los fantasmas que fueron los móviles, separar cada página, cada frase, y colocarlas bajo la lupa.
Sin embargo... cada vez que lo hago con esta estupenda novela de Flaubert me cuesta horrores tomar el bisturí y desgarrar la tersa piel de Emma, la protagonista. La obra es tan atrapadora que resulta penoso salir de ese ameno universo paralelo, quitarse las gafas de simple lectora y cumplir con el deber autoimpuesto de cualquier escritor que se precie: investigar. Supongo que el mejor, tal vez el único, modo de probar la calidad literaria de cualquier libro es éste: ¿cuánto tiempo nos lleva descubrir lo que oculta bajo el maquillaje? ¿Lo hacemos con ganas?
Cuando comenzó a escribirla, Gustave Flaubert tenía solamente veinticinco años. Todavía no había publicado nada, pero no era un debutante: los cajones de su escritorio estaban repletos de manuscritos que acumulaba desde hacía más de diez años. En su mayor parte eran muy románticos: algunos autobiográficos, otros fantásticos y desesperanzados, influenciados por Byron, Edgar Quinet y Rabelais. Entre ellos, uno que era el orgullo del joven Flaubert: La tentación de San Antonio , que decide hacer leer a dos de sus amigos más esclarecidos, Louis Bouilhet y Maxime Du Camp. El veredicto unánime, descarnado, no podía ser peor: La tentación ... era un mamotreto ilegible. Una recomendación: el autor debía superar estas verborragias farragosas siguiendo una severa cura de rigor, de temas simples y opacos.
Flaubert, dispuesto a todo, acepta. Bouilhet propone: un médico de Ris, ciudad cercana a Rouen, el doctor Delamarre, acababa de perder a su mujer en circunstancias dramáticas. Era joven, era ninfómana, había tenido amantes, se había suicidado tragando arsénico después de algunas aventuras sórdidas. La desdichada Delfina, del burgo normando, interesa a Flaubert. La convierte en Madame Bovary .
Aunque muchos eruditos hayan hurgado en esta historia real, poco han encontrado de ella en la novela. ¿De dónde ha sacado Flaubert esos conocimientos tan exactos de la psicología femenina, esa manera singular, casi perversa, de describir los itinerarios secretos de la sensualidad, de las fantasías de una mujer joven? De su amante de esos años, la poetisa Louise Colet –aseguran algunos- la que se “reconocía, con furor, en el retrato de Emma”. Ella es la que ha revelado a Gustave las lecturas, los sueños, los gustos aristocráticos, el esnobismo de sus años mozos. La que, en suma, le ha descubierto la idea del “bovarysmo”.
Por último, no olvidar la ya célebre frase que pronunció el autor, cuando le preguntaron en qué personaje de la vida real se había basado para su “Emma”: “¡Madame Bovary soy yo!...” Sincera hasta el tuétano. Prisionero de su imaginación, poseído por más demonios de los que aparentaba, Flaubert sabía muy bien que el amor cerebral –religioso o sensual- podía irrigar con generosidad toda una vida.
Pocos meses antes de su publicación, en enero de 1857, Madame Bovary fue acusada (y por ende su autor) de atentar contra la moral pública y la religión. Flaubert fue juzgado y absuelto después de un proceso que duró varias semanas.
Si bien la absolución del novelista lo liberó de culpas y cargos, la publicación, en 1949, de los “escenarios” del libro demuestra que su autor se representaba el argumento en forma mucho más cínica, más brutal, de lo que los velados pasajes de la novela pueden dar a entender. He aquí su método de trabajo: imaginaba una escena. Luego la escribía en forma de diálogo, con detalles tan crudos y tan escabrosos que resultan –aún hoy- impublicables. Luego reescribía ese “escenario” tantas veces como fuera necesario hasta hacerlo digerible a la sensibilidad del público. Los “escenarios”, manuscritos en viejos cuadernos, han quedado intactos para la posteridad y constituyen uno de los más ricos materiales de la génesis de Madame Bovary .
Mucho se ha dicho sobre Flaubert, sobre su realismo, sobre su humanismo, sobre la “nueva novela”. Existe, quizás, un malentendido. El rigor no es conciliación y el escepticismo no es un canto a la condición humana. Flaubert ha repetido: “Las emociones son sensaciones inferiores del alma”. Helado Flaubert.
Para comprender el verdadero carácter de la obra hay que recordar que Madame Bovary fue escrito como una suerte de penitencia, como un ejercicio destinado a limpiar su paleta y a imponerle la sobriedad. Es una ruptura con el pasado, con todo lo que Flaubert ha amado y también con sus tendencias más profundas. Durante los cinco años que dura la redacción, Flaubert no deja de hablar de ella como de una pesadilla.
Las quejas comienzan casi con la primera página: “Mi maldita Bovary me atormenta y agota” escribe a sus amigos, “estoy más cansado que si subiera una montaña, me aburre terriblemente”. Años más tarde, cuando iba por la mitad: “Debo entrar a cada minuto en pieles que me son antipáticas, la fetidez del fondo me dá náuseas... En San Antonio estaba como en mi casa. Aquí, tema, personajes, efectos, todo está fuera de mí. Este libro no es de mi sangre, no lo llevo en mis entrañas. Es sólo un acto de disciplina”.
Flaubert estudió “las humedades del alma” –como él las llamaba- con el mismo cuidado con que había estudiado las religiones humanas y las ensoñaciones de los sabios para escribir La tentación de San Antonio . Según Maurice de Bardèche, uno de sus críticos, Flaubert no era un realista sino un “concienzudo”.
Toda obra maestra es un misterio. Madame Bovary sigue siendo un milagro que todavía nos oculta Flaubert. Ni la potencia del autor, ni su nihilismo absoluto, ni el inmenso olimpo enciclopédico que se había construído y donde leía amargamente el destino de los hombres, nada de todo esto, que era Flaubert, ha pasado a su obra que se le ha hecho llevar en brazos como una ofrenda que los dioses le hubieran encargado de presentar. Flaubert, que aborrecía a los burgueses, es elegido para la posteridad por la más burguesa de las novelas francesas.
En sus propias palabras: “El autor debe ser en su obra como Dios en el universo, presente en todos lados y visible en ninguna parte... El hombre es nada, la obra todo”. |